Al borde de la oscuridad intepretada por una ignorante emotiva
El pasado 9 de mayo me pasé por la exposición de fotografía Al borde de la oscuridad de Simón Vargas en Bogotá. No sé un carajo de arte y menos de fotografía, pero me pareció tan emotiva que no pude evitar escribir al respecto, porque sabré poco (nada) de arte, pero sí sé bastante acerca de las cosas que me emocionan y me hacen sentir algo, y esta exposición lo hizo de la forma más inesperada.


Al borde de la oscuridad despierta emociones desde el primer momento, y eso me parece raro porque soy una persona que no entiende mucho de arte (menos aún de fotografía), y no esperaba que me resultara tan emotivo.
Tengo la suerte extraña de que me acompañe una lluvia ligera, suficiente para vivir la experiencia de una exposición mojada (Al borde de la oscuridad habita una casa abandonada sin techo del barrio La Macarena en Bogotá, a unos pasos de la Biblioteca Nacional), pero no lo bastante drástica como para mojarme los tennis.
Aunque estoy discutiendo por la inclemencia del clima de Bogotá desde que llegué hace tres días por motivo de la Filbo, en este momento la lluvia que me salpica el paraguas negro sellado con el distintivo ojo que representa a Simón Vargas y que lleva tatuado en una rodilla y está en la portada de la versión original de A la orilla de la luz, el libro complementario de la exposición que estoy visitando; es una amiga bienvenida para entregarme la experiencia completa.
Entras por una antecámara diminuta en el primer piso, en donde te recibe la biografía del artista (que lo representa por completo y resulta, sin mucho más que decir, tan divertida como él), y una breve explicación acerca de su estilo de fotografía descrita en términos lo suficientemente amables para que los analfabetas en el tema como yo sintamos al menos una pizca de curiosidad. El personal que acompaña la galería improvisada e inesperada que alberga la exposición me ofrece un paraguas y me invitan a quedarme durante todo el tiempo que quiera.
Subo las escalas con duda, esperando que alguien me explique algo más, porque no esperaba que toda la interpretación de la obra de Simón estuviera a mi cargo.
Lo primero que llama la atención es que el suelo de concreto desnudo y baldosas rotas está cubierto de confeti en las esquinas, como si hubiese habido una fiesta a la que no me invitaron, y me recuerda un poco esa sensación con la que Bogotá nos recibe a quienes no somos de aquí: como si algo grande estuviera pasando en todo momento, pero cuesta hacerse parte.
Sigo pensando en el confeti por todo el tiempo que habito Al borde de la oscuridad, que resulta ser más del que esperaba al principio.
El piso huele a tierra y a ese olor particular de casa con humedad. Las paredes, en su tiempo blancas, están manchadas con lágrimas de óxido de las columnas del techo que ya no existe. Un zócalo café se ha pelado con el pasar de la lluvia y los años hasta mostrar los ladrillos que solía revestir, y parece haber trozos de metal de lo que fueron tejas y puertas en algún momento dispuestos para construir columnas que, en medio de la aparente devastación y el abandono, albergan en marcos destartalados las fotografías de Simón, y parece extraño que lo bello coexista de esa manera con el caos (Sí, otra vez exactamente lo que se siente llegar a Bogotá).
Cuando uno es fan de un artista, especialmente de uno musical, se tiene la extraña sensación de conocerlo, lo que por supuesto es una tontería y carece de sentido, pero supongo que se debe a esa conexión que brinda la música. Simón siempre me dio un poco esa vibra de artista loco y bonachón, así que me parece extraño que su obra me resulte tan nostálgica.
Cuando te hablan de una exposición acerca de Bogotá, esperas la Torre Colpatria y la fachada del Palacio Nacional, pero en su lugar, Simón exalta lo más simple de la ciudad, con sus cielos vastos y los cables de luz que la recorren como arterias, y que bien podrían ser los de cualquiera de nuestras ciudades capitales, y justo por eso de simple no tiene nada.
El grano en las fotos es visible hasta para un ojo poco entrenado como el mío, y eso da una sensación análoga y vieja que me recuerda las fotos que duermen en mis álbumes familiares.
A pesar de sus colores brillantes y entusiastas, las fotos las siento oscuras y tristes, con una sensación de melancolía y soledad reforzada porque asisto a la exposición un viernes a la 1 de la tarde y soy la única persona aquí, así que doy vueltas y vueltas, viendo las fotos una y otra vez, y mi mente de escritora empieza a imaginarse escribir acerca de ellas justo como lo estoy haciendo ahora, pero también habitarlas con historias y personajes que vivan en cada cielo vasto y vibrante contra esos árboles oscuros y nostálgicos.
Me encuentro con una obra vibrante que no me esperaba, que resulta inspiradora aunque no logro describir por qué. Tal vez por el entorno inesperado en el que está expuesta, o por la resignificación de la lluvia como algo bueno. Tal vez por los marcos pelados y rotos que no dejan de llamar mi atención, o esa gotera que no deja de caer en un vaso con una tela verde que de algún modo forma parte de todo. O a lo mejor es el bendito confeti, que quiero que tenga una historia que a lo mejor no tiene, pero no paro de pensar en él.
La obra de Simón Vargas hace que uno empatice con una Bogotá humana y sencilla que dista años luz del monstruo que normalmente conocemos quienes venimos de paso, y me deja con tanta hambre de arte que me paso por el Museo de Arte Moderno al salir.
Me hace todo el sentido del mundo que la obra sea el complemento de un libro con personales locos y mágicos como lo es A la orilla de la luz, porque esos cielos profundos y ese contraste de colores estridentes contra fondos oscuros, todo ello ambientado en el entorno más urbano posible de la casa abandonada a dos pasos del centro de la ciudad tiene una magia que me resulta tan inspiradora como nostálgica.
Decido irme cuando para de llover, y hago un par de fotos para acordarme de lo que quiero escribir. El frío post lluvia bogotana me cala los huesos, y de algún modo eso se alinea con la sensación de nostalgia que me han dejado las fotos.
Devuelvo el paraguas al salir, y lo dejo junto a un pendón de Penguin Randon House que tiene la foto de Simón, y pienso en una frase de una canción de Fito Páez que dice “tengo rabia que todo se pase y adiós”, y me da la sensación de que la gente toma fotos justo para conservar momentos, pero nunca habría pensado que por medio de fotos (y menos unas de paisajes de una ciudad que ni siquiera es la mía), se podrían despertar emociones y sensaciones como las que me voy sintiendo mientras me subo al puente peatonal y me alejo de Al borde de la oscuridad.
Curiosamente, mi primera novela también está ambientada en Bogotá (aunque vivo en Medellín y nunca he vivido en otra parte), pero sobre todo se debe a esa sensación de gran ciudad llena de posibilidades. Al borde de la oscuridad me muestra una Bogotá que también puede tener historias pequeñas en aquellos rincones que no siempre miramos, y ahora me muero de curiosidad por conocer más.











